Al VacÍO
Se puede decir
que estoy aprendiendo a amortiguar el golpe, a ofrecer resistencia. Como el boxeador
entrenado, calculo la mano, adivino la fuerza y la dirección. Sé, y casi nunca me equivoco de dónde
va a venir –esta vez- el golpe, en qué costado de mi cara va a terminar.
Entonces, calculo, agazapada y esquivo la piña. Una, dos, tres veces. Una más.
Resisto. Ya casi nomeda. Apenas me
roza. Siento la brisa del roce. Del golpe fallido. Mi contrincante tira piñas
al aire. Lo miro desde mi (in) estable parada y me sonrío, apenas con pena:
parece un muñeco forzudo, como esos que vienen con las golosinas, venido a
menos. Un musculoso desinflado. Pinchado. Pero que se esfuerza por seguir siendo.
Ya casi no lo espero. Me relajo contra las cuerdas. Increíblemente. Si viene,
me defiendo, pero no ataco. Creo que al final, estoy ganando. Último
round. Me retiro, extenuada, lastimada. Me retiro con la incómoda sensación de
tener que atajar los golpes de un contrincante que en algún tiempo estuvo del
lado de mis cuerdas.
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