A
n T í D o T o
Sacar a pasear esta soledad como se saca a paser a un perro, pasear los pensamientos con
la esperanza de vaciar la cabeza en un contenedor. Un contenedor. Pensar,
pensar, pensar…la cabeza siempre fue mi trampa. Liberarme de esta repentina
lucidez que me abruma y me aterra. Como si rellenara con algodón, con gasa, los
huecos en que no hay pensamiento salgo a la calle en busca de apósitos calmantes.
Huyo de mí, con esa esperanza, con esa ilusión. Me detengo en cada mínimo
evento callejero que, en condiciones normales, no requerirían la más mínima
atención. Pero hoy sí: hoy escucho, como se escucha a una encantadora de serpientes,
a la vecina que se queja (otra vez) de que ya
no se puede vivir así. Yo le digo que no, que es cierto, que tiene razón, “no
se puede seguir así” me escucho decirle. Y de pronto, no sé cómo, me choco con
una imagen mía: soy chica, estoy en la escuela, en piyama. Hoy me meto de lleno
en la discusión sobre si el precio del tomate va a seguir subiendo o finalmente
va a bajar, hasta hago predicciones; noto que las señoras con las bolsas rebalsando de calabazas, puerro y
berenjenas me escuchan atentas. Algo es algo, me digo. Miro hasta que me duelen
los ojos a ese perro que revuelve la basura. Miro al perro en su faena. Miro la
basura en la vereda. Observo uno a uno los
desperdicios. El sol le da de lleno a un pote de yogurt descolorido. Canto para
adentro (otra vez) Tres agujas como un mantra, a esta altura, como una
maldición. Necesito verte antes de que
sea demasiado tarde. Tengo a veces una altivez para la desdicha que me
sorprende, una sonrisa de carnaval carioca, tan falsa y de ocasión como esa,
pero que hoy me permite subsistir frente al resto, estar errática o enfocada
(depende de cómo se mire), que me permite no pensar. Una sonrisa de fantasía
frente al confirmatorio “Qué bien se te ve”. Sonrío y agradezco. Estoy tranquila, pero herida.