sábado, 31 de enero de 2015

A n T í D o T o


Sacar  a pasear esta soledad como se saca a paser a   un perro, pasear los pensamientos con la esperanza de vaciar la cabeza en un contenedor. Un contenedor. Pensar, pensar, pensar…la cabeza siempre fue mi trampa. Liberarme de esta repentina lucidez que me abruma y me aterra. Como si rellenara con algodón, con gasa, los huecos en que no hay pensamiento salgo a la calle en busca de apósitos calmantes. Huyo de mí, con esa esperanza, con esa ilusión. Me detengo en cada mínimo evento callejero que, en condiciones normales, no requerirían la más mínima atención. Pero hoy sí: hoy escucho, como se escucha a una encantadora de serpientes, a la vecina que se queja (otra vez) de que ya no se puede vivir así. Yo le digo que no, que es cierto, que tiene razón, “no se puede seguir así” me escucho decirle. Y de pronto, no sé cómo, me choco con una imagen mía: soy chica, estoy en la escuela, en piyama. Hoy me meto de lleno en la discusión sobre si el precio del tomate va a seguir subiendo o finalmente va a bajar, hasta hago predicciones; noto que las señoras con  las bolsas rebalsando de calabazas, puerro y berenjenas me escuchan atentas. Algo es algo, me digo. Miro hasta que me duelen los ojos a ese perro que revuelve la basura. Miro al perro en su faena. Miro la basura en la vereda. Observo  uno a uno los desperdicios. El sol le da de lleno a un pote de yogurt descolorido. Canto para adentro (otra vez) Tres agujas  como un mantra, a esta altura, como una maldición. Necesito verte antes de que sea demasiado tarde. Tengo a veces una altivez para la desdicha que me sorprende, una sonrisa de carnaval carioca, tan falsa y de ocasión como esa, pero que hoy me permite subsistir frente al resto, estar errática o enfocada (depende de cómo se mire), que me permite no pensar. Una sonrisa de fantasía frente al confirmatorio “Qué bien se te ve”. Sonrío y agradezco. Estoy tranquila, pero herida.